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SIGUIENDO EL HILO DEL TIEMPO 

V

(Battaglia Comunista, nº6 del 9 al 16 de febrero de 1949)

Traducido por Partido Comunista Internacional

“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”

 


AYER

Desde el tiempo fascista se ha hablado mucho sobre “corporativismo”, de sistemas de representación de las profesiones y de los intereses sociales, de órganos del estado fundados sobre este criterio. Es interesante que una vez caído el fascismo estos mismos grupos que al sucederlo se vistieron como enterradores y destructores de todos sus vestigios, vuelven sin embargo con insistencia a la reclamación de continuar reconstruyendo muchos de los órganos de aquel sistema social como los Consejos del trabajo y de la economía.

El corporativismo y la república de las profesiones ciertamente no las habían inventado los fascistas, y más allá de constituir antiquísimas ideas y modelos históricos o utopistas de sociedad, en época reciente, y con la confluencia de tendencias espurias pero a veces vivaces del movimiento proletario, fueron elevados a programa, antes que en la carta del trabajo de Mussolini (que por lo menos en su alcance de pieza literaria supera de mucho los ridículo[1] artículos de la actual carta constitucional postfascista), por los dannunzianos, por no citar más que un ejemplo entre tantos, de la constitución del Carnaro.

Estos estatutos del tiempo moderno basados en la clasificación por figura social del ciudadano han sido referidos muy erróneamente a las tradiciones del corporativismo medieval con el que no tienen nada de común.

Las corporaciones del medioevo encuadraban a artesanos que daban todos su propia contribución también material a la producción, ya fuera en algunos casos – los más experimentados, los más inteligentes o simplemente de mayor edad – como jefes de pequeñas empresas, otros como aprendices o mozos o ayudantes del maestro. Ajenos a este encuadramiento se desarrollaban las órdenes de la nobleza y del clero, no fundadas sobre una aportación a la vida económica y a la actividad productiva, sino sobre el nacimiento y el grado militar o eclesiástico. La iglesia y las hermandades, como la caballería y la aristocracia, no eran corporaciones paralelas y opuestas a las artesanas, y el peso mismo de su explotación económica no estaba sobre las espaldas de la clase artesana sino sobre todo sobre las de los trabajadores de la tierra, siervos y privados de derecho también corporativo, privados de “estado”. Por lo tanto, el de los siglos medievales era un corporativismo uniclasista, no interclasista, en cuanto la clase de los empresarios no existía como elemento decisivo del régimen. Lo podríamos llamar corporativismo monopolar, contrapuesto al bipolar que se va determinando en el régimen asalariado.

HOY

El régimen burgués liberal, y repetirlo mil veces es también útil, negó y superó bajo el empuje de las nuevas prorrumpientes fuerzas productivas y de los intereses de los capitalistas toda división del aglomerado social en castas no solo sino también en base a una disciplina jurídica diferente. Proclamó la ley igual para todos, nobles o plebeyos, clérigos o laicos, construyó la figura, siempre ficticia, del ciudadano átomo social con igual vínculo para todos a la estructura estatal, y enmascaró bajo esta serie de poderosos engaños un nuevo, peor, más constructor de miseria, dominio de clase.

Habiéndose vuelto imparable la organización de los intereses económicos de los nuevos explotados, los obreros asalariados, la ley como recordábamos en otra ocasión, debió admitir el principio sindical, que se extendió a todas las categorías y finalmente se volvió arma de los mismos grupos capitalistas.

El modernísimo tipo de ordenamiento que no sólo quiere reconocer sino introducir constitucionalmente en el estado estos organismos asociativos es un producto original del mundo capitalista y no tiene nada que ver con un retorno a las corporaciones.

Este corporativismo capitalista es bipolar, éste ve enfrentados a dos estratos, dos caras de la economía posibles sólo en el mundo moderno, los empresarios y los trabajadores, la mano de obra, aquellos a quien no se les permite poseer más que su aptitud para producir. Éste no organiza las personas de los ciudadanos clasificados por orden profesional o categoría y extracto social, sino que organiza los intereses que en la economía burguesa ya no son personas físicas individuales, sino fuerzas que tienden a convertirse en anónimas.

Los “inmortales principios” burgueses del 1789, si bien siguen siendo convictos de su vacío filosófico, no son traicionados en lo que tenían al ser proclamados de sustancialmente revolucionario y por lo tanto de antimedieval: empresario, obrero, funcionario o profesional, uno se vuelve, no nace, a tenor de los códigos.

Si no hemos creído en la artimaña del arma que los ingenuos burgueses habrían dado a sus dependientes con el mecanismo democrático – son mucho más numerosos los electores proletarios que los posesores, que extiendan la mano y conquistarán pacíficamente el poder – todavía menos se nos puede escapar dónde está la trampa en el totalitario y corporativo. Los obreros, digámoslo macarrónicamente, votan por cuantos son, e incluso votan por todos ellos los jefes sindicales – los patronos votan “por el volumen de intereses económicos” que representan en sus empresas, o sea por cuántos obreros tienen, y por un tanto de más que corresponde al capital fijo además de a la masa de salarios…

Y a pesar de ello todo este embrollo ha seducido a muchos en el campo obrero, que han caído en confusiones piadosas con el sindicalismo de clase, con las varias construcciones economicistas y por lo tanto faltas de la organización y de la lucha revolucionaria como la red de los consejos de empresa, hasta con los Soviets de la Revolución Rusa de Octubre, olvidando que éstos volvían a convertirse – pero también aquí no es el medioevo que reemerge… ¡por todos los dioses! – en monopolares, o sea el patrón de empresa no pintaba nada ni contado por el número de sus trabajadores ni por el tonto jurídico que es él solo.

Todo esto parece tan simple y claro y sin embargo vemos un gran arrebatamiento por tal representación de los intereses de categoría que todos los contemporáneos legisladores están dispuestos a admitir.

La disensión entre corporativistas rojos y blancos en apoyar esta copia empeorada y falsificada de la carta fascista está en puntos secundarios, si los consejeros los debe designar el estado entre sus funcionarios, los sindicatos entre los suyos, o una enésima consulta y atontamiento de cuerpos electores “en la base”.

Se trata por el contrario de un proceso sustancial del modo de ordenarse del régimen capitalista que con estos encuadramientos forzosos tiende a la supresión de los sindicatos autónomos y a la abolición de la huelga, de donde los izquierdosos verdaderamente ingenuos quieren en la constitución la evidente premisa que es – véase Mussolini – la prohibición del cierre patronal.

La cuestión de las reivindicaciones, en relación con las leyes constitucionales para los órganos económicos del Estado, equivale a la de la Suprema Corte Constitucional – más arriba sólo está el buen dios.

También aquí se hacen vagas reclamaciones de que sea “designada democráticamente” sin entender que se trata de una magistratura y por lo tanto de la forma más exquisitamente conservadora que se pueda dar, instrumento dirigido de la clase en el poder con facultad de destruir cualquier expresión de los cuerpos “electivos” de las mismas combinés[2] de los varios partidos, mientras existan. Por lo que a nosotros respecta…

Las “batallas” de los partidos “de la clase obrera” valen todas lo mismo: ya sean conducidas con la fina distinción de Terracini o con la trivialidad cómica de Di Vittorio.

 

[1] N.d.T.  Stenterellesche en el original italiano. De stenterello, figura carnavalesca florentina.

[2] N.d.T.   En francés en el original. Combinaciones.

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