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DEMOCRACIA Y SOCIALISMO

“Il Socialista”, n.n. 7 y 8 del 12 y 16-7-1914

 

 

Estos dos artículos, que forman un único texto de propaganda, diríamos elemental, pero inspirada en un total rigor programático marxista, aparecen en Il Socialista de Nápoles, órgano provincial del Partido, el cual inició sus publicaciones inmediatamente después del Congreso de Ancona, que condenó el método transigente en las elecciones locales y determinó la clarificación en las filas del Partido en Nápoles con la expulsión de los inveterados partidarios de los bloques políticos y el regreso del Círculo socialista revolucionario Carlos Marx a la renovada sección local.

No obstante, los artículos no tienen alcance local, sino general y de principio.

Hay que relevar también que sus fechas los coloca antes del estallido en Europa de la guerra que, como es sabido, aconteció entre finales de julio y primeros de agosto.

La tesis central, que denuncia la incompatibilidad y peligrosidad contrarrevolucionaria de todo acercamiento entre democracia y socialismo, es pues sólidamente afirmada antes de que se verificara la confirmación histórica de la ruina a la que fue conducido el socialismo europeo por el desastroso comportamiento de los partidos socialistas, llevados – incluso el alemán – al abandono de toda oposición de clase a los estados burgueses con el principal argumento de que se debía justificar y aceptar el conflicto bélico como una pretendida conquista inspirada en el interés del proletariado en la civilización democrática europea. Es inútil añadir que la cuestión es planteada igualmente antes de las ulteriores desilusiones que vinieron con la segunda guerra en Europa y en el mundo. En Italia con la degeneración de los bloques de resistencia antifascista, y de nuevo en Rusia, con las alianzas de guerra de Stalin hasta llegar a la coexistencia pacífica del vigésimo Congreso.

Por lo demás, los dos artículos no exigen otro comentario, a no ser el de señalar al final del primero la tesis de que la democracia moderna es colonialista y por tanto militarista, y por tanto antiproletaria, por los motivos de imperialismo económico que fueron los mismos destacados por Lenin.

Será el momento de relevar que la justa visión no se enlaza con una especial claridad de teorías de hombres, sino con relaciones de fuerzas sociales colectivas. La guerra líbica de los años 1911-12 en Italia – signo precursor, a través de las dos guerra balcánicas, de la conflagración general – le enseñó a los revolucionarios proletarios que una política burguesa “avanzada” y democrática es la más idónea para el bandidaje de las empresas coloniales.

Los artículos demuestran que el método de alianza con los demócratas no se sostiene en pie ni siquiera con la pretendida finalidad de ahorrar esfuerzos y ganar tiempo, sino que es derrotista incluso en este sentido.

La parte final del segundo artículo aclara también la posición de la izquierda en la política municipal, condenando la proposición de problemas administrativos y concretos, debiendo los revolucionarios considerar el Municipio sólo en función de la lucha antiestatal, o sea en la dirección destructiva de la conquista del poder del Estado.

El balance de más de medio siglo demuestra completamente la validez de este planteamiento, fiel a la línea invariable del marxismo revolucionario.

 

I

 

Mientras esos socialistas que apoyan la táctica de los acuerdos con los partidos “afines” aseguran que dichos acuerdos no son más que actitudes transitorias dirigidas a resolver situaciones particulares, y que no implican la renuncia a los caracteres fundamentales del programa y de la propaganda socialista, ni comprometen la fisionomía y la constitución del partido, luego en la práctica sucede todo lo contrario.

Engolfados en una batalla electoral sobre una plataforma no socialista, sino común a algunos partidos burgueses; obsesionados por la manía del éxito, los socialistas que forman parte del bloque acaban reduciendo su propaganda a un revoltijo de lemas populacheros en los cuales se confunden y se dispersan los principios del socialismo. El efecto de dicha predicación es un estado de ánimo que se crea en las masas, antes encauzadas hacia la concepción y la acción socialista,  que confunde en ellas cualquier elemental capacidad para distinguir las finalidades de los diferentes partidos. Es así que la transitoria desviación, la  transacción pasajera, se convierten, por la fatal fuerza de los hechos, en una permanente confusión; confusión en la cual lleva todas las de perder el partido socialista, que ve de esta forma anulados en unos pocos días de carnavalito electoral los resultados de años y años de difícil propaganda y fatigosa preparación. Las consecuencias son tanto más profundas, duraderas y peligrosas, cuanto más en condiciones embrionarias se encuentra la conciencia proletaria; cuanto más atrasada está la madurez intelectual y política de la clase obrera. Esta fácil y límpida consideración debería bastar por sí sola – si es que no existieran bastantes otras – para tirar por tierra las aserciones de aquellos que sufragan la tesis aliancista invocando las atrasadas condiciones económicas e intelectuales – los dos fenómenos se desarrollan paralelamente – del proletariado de una cierta ciudad o región. Pero cuando se piense que quien es verdaderamente socialista en la conciencia y en el intelecto – sin tener que ser por ello un maníaco del doctrinarismo – no puede dejar de considerar que de los resultados electorales, de la conquista de los poderes públicos, sólo pueden surgir resultados completamente limitados y secundarios para el interés de las masas obreras, frente a las finalidades de la compleja acción socialista; que a las elecciones nosotros le debemos atribuir principalmente el valor de una buena ocasión para hacer propaganda en las plazas o si se quiere también desde los escaños de consejeros municipales y provinciales, o de diputados... entonces quedará probado que quien arruina la obra de propaganda y de proselitismo para asegurar una victoria electoral cualquiera, no es un socialista que tenga teorías tácticas más o menos distintas de la intransigentes, sino que es sin más un no socialista, uno que ya se ha colocado fuera, no importa la forma con que se etiquete, de las directrices del socialismo, para seguir un punto de vista muy diferente, a menudo antitético al seguido anteriormente.

Cuando se recurra con el pensamiento a las líneas fundamentales de la construcción socialista, que no es vacía doctrina ni acción fragmentaria y desligada, sino que es una síntesis de hechos y de ideas, no se puede desconocer qué enorme daño se deriva para la causa del socialismo de esa adocenada confusión entre democracia y socialismo, que es en el alma ingenua e inmadura del obrero la fatal consecuencia de los bloques.

El considerar como conceptos afines las ideas democráticas y el socialismo; el hacerlas pasar por ramas salidas del mismo tronco y que tienden a volverse a juntar, a crecer paralelas, es, permítaseme la expresión, el más deplorable sabotaje a la propaganda socialista. Jamás harán tanto daño las venenosas mentiras de los clericales, conservadores y reaccionarios como las hipócritas declamaciones populacheras de los demócratas en busca de votos, o de los ex socialistas enfermos de manía aliancista.

Y se impone a nuestros propagandistas modestos pero conscientes, que difunden una idea y no pordiosean un mandato electoral, el levantar un dique con todas sus fuerzas, con todas sus energías, que contenga la turbia y cenagosa marea del confusionismo.

 

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Cuando el socialismo empezó a surgir en toda Europa, primero en la predicación humanitaria de los utopistas, luego en la poderosa concepción científica de los socialistas alemanes que la anudaron para siempre a la acción social de las grandes masas proletarias, una gran parte de Europa estaba todavía sometida al régimen político absolutista y feudal. Habían pasado pocos decenios desde la revolución francesa y su profundo surco aún no había instaurado definitivamente el dominio de las democracias políticas, pero había afirmado poderosamente su programa innovador y revolucionario bajo la bandera de la igualdad, la libertad y la fraternidad, y con las históricas afirmaciones de los derechos del hombre. Y sin embargo el socialismo, entendido como hecho social, no derivó de un desarrollo de la democracia, sino que se afirmó como una solemne denuncia del fracaso histórico de la fórmula democrática y de los engaños que ésta contenía. Para ser más exactos, el socialismo proclamó que la revolución burguesa se estaba realizando, en el terreno económico y en el político, en interés de una nueva clase de dominadores que superaban a los dominadores de ayer; que ésta era la llegada de la burguesía comercial, manufacturera e industrial que desplazaba a la vieja aristocracia agraria y feudal; que en su misma formación el tercer estado, o sea la burguesía, daba origen al nacimiento de otra clase oprimida, el proletariado, puesto que el campesino se convertía en obrero y el siervo de la gleba en esclavo de la fábrica o, de cualquier forma, en trabajador asalariado, pero que continuaba siendo explotado por alguien. Y el socialismo mostró que toda la rósea construcción filosófica de la revolución francesa, con su programa de igualdad y de libertad que había fascinado a las masas, ocultaba en cambio la génesis de una nueva forma de opresión, de nuevas desigualdades por lo menos tan profundas como las antiguas; que ésta, agitando el concepto de la democracia, o dominio político de la mayoría, preparaba el dominio económico de una nueva minoría, de la nueva oligarquía del capital.

Contra la nueva clase dominante surgió pues la clase oprimida: el proletariado. A medida que la formación económica y política de la burguesía avanzaba, se reforzaba frente a ella la nueva clase social constituida por los trabajadores. A su vez esta clase se va formando poco a poco su propia ideología: el socialismo. Mientras que la burguesía, nacida revolucionaria, después de haber conquistado sus posiciones sociales se vuelve, por material fatalidad, conservadora, el proletariado se hace revolucionario, comprende que no puede contentarse con la pretendida igualdad política concedida por la democracia burguesa, y se prepara para otras conquistas bien diferentes. El proletariado socialista plantea explícitamente el problema en el terreno económico, experimenta con sus organizaciones profesionales la lucha contra el capitalismo, y engendra su programa de clase, que consiste en la expropiación de los medios de producción y de cambio, los cuales a continuación se propone socializar.

 

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Con la formulación de dicho programa, que se remonta ya a muchos y muchos decenios, y es perseguido con constancia y concordia imponentes por millones de trabajadores, las ideas y las finalidades de la democracia están superadas  definitivamente. Ésta trata de hacer creer que en sus métodos está la posibilidad de una ulterior evolución, de un perfeccionamiento del orden social en el sentido de un mayor bienestar para las masas. Pero dicha propaganda es llevada a cabo por la democracia no ya con intenciones de innovación, sino por necesidad de conservación.

La democracia, incluso allí donde ha abatido políticamente a las viejas clases feudales, y donde la nueva burguesía moderna las va sustituyendo económicamente con un proceso más o menos avanzado, trata de hacerle creer al proletariado que la causa de sus penurias económicas está en la supervivencia de las clases que ella quiere abatir. Los demócratas sostienen también que la elevación económica de los obreros es problema de educación y de cultura, y que es por esta vía que ellos se proponen alcanzarla.

Pero la crítica socialista hace tiempo que ha destruido estos sofismas. El triunfo de la burguesía democrática sobre las viejas aristocracias es en efecto el punto de partida de la formación del verdadero proletariado socialista, pero éste no indica más que el triunfo de una nueva forma económica que a menudo, si no siempre, representa una misma explotación de las masas. La supervivencia de partidos políticos que se oponen a las directrices democráticas no está pues relacionada con el malestar obrero, que depende en cambio del ordenamiento económico actual de la producción – ordenamiento que también la democracia quiere conservar. Es más, el desarrollo y la difusión cada vez mayores del capitalismo moderno determinan, aunque no sea de forma absoluta, una mayor miseria de las clases trabajadoras.

La obra de cultura que la democracia afirma querer llevar a cabo es una ilusión, ya que ello es incompatible con las condiciones económicas de las masas. Quien come poco y trabaja mucho tiene el cerebro en condiciones de evidente deficiencia. El bienestar es la necesaria premisa de la cultura intelectual.

 Este es el problema económico-social que hay que afrontar. El socialismo lo plantea, lo afronta y lo resuelve asignándoles al proletariado la tarea de abatir el actual ordenamiento económico y sus relativas instituciones políticas, para sustituirlo todo por un nuevo régimen. El problema filosófico de la libertad de pensamiento, tan agitado por la democracia, es sustituido así por el postulado social del derecho a la vida.

Dicho postulado jamás podrá alcanzarse dentro de la órbita del ordenamiento presente. La evolución histórica del régimen político democrático no es una continua ascensión hacia la igualdad y la justicia, sino que es una parábola que alcanza su vértice y luego vuelve a descender hacia una crisis final, hacia el choque de las nuevas fuerzas sociales contra la clase actualmente dominante.

 

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Si existe pues una negación completa  de la teoría y de la acción democrática, está en el socialismo. ¡No se puede enunciar en la forma más modesta y más simple una de las elementales verdades, que son el punto esencial de nuestra propaganda, sin contraponerse al método, a los conceptos y a las finalidades de la democracia!

A la armonía de las clases querida por ésta, nosotros contraponemos la lucha de clase en el terreno económico y político.

A sus teorías de la evolución y de progreso, nosotros contraponemos la realidad histórica de la preparación revolucionaria.

A su educacionismo, nosotros oponemos la necesidad de la emancipación económica de las clases trabajadoras, la única que podrá poner término a su inferioridad intelectual.

Y cuando no existiera otra cosa, bastaría recordar que la democracia moderna es íntimamente colonialista, y por tanto militarista, por las necesidades del desarrollo económico de la burguesía moderna, siempre a la búsqueda de nuevos mercados; mientras que el proletariado es, por definición, internacionalista y antimilitarista.

La democracia ve en el sistema representativo el medio para resolver cualquier problema de interés colectivo; nosotros vemos en éste la máscara de una oligarquía social, que se vale del engaño de la igualdad política para mantener oprimidos a los trabajadores. La democracia quiere la estatalización y la centralización de las actividades y funciones sociales; el socialismo ve en el estado burgués a su verdadero enemigo. El socialismo aboga por la máxima autonomía local en el campo administrativo. La democracia quiere la escuela para el Estado; nosotros vemos en ello un peligro no menor que en la enseñanza confesional. La democracia ve el dogma sólo bajo la túnica del cura; nosotros lo vemos también bajo la casaca militar, bajo las enseñas dinásticas y nacionales, bajo todas las instituciones presentes y, sobre todo, en el principio de la propiedad privada.

Quien olvida estas antítesis, quien accede a acuerdos con los partidos democráticos, que se hacen en el terreno electoral pero invaden y arrollan, como decíamos más arriba, toda la acción y el carácter del partido y toda la conciencia más o menos desarrollada de la masas... quien hace esto, se desdice varias veces de su socialismo; quien hace esto no puede ser ya el defensor y el propagandista del socialismo.

 

II

 

En el  artículo del mismo título aparecido en el número precedente hemos reclamado rápidamente la atención de nuestros compañeros sobre los conceptos fundamentales de los cuales resulta la profunda diferencia que discurre entre las finalidades de la democracia y las del socialismo.

Hemos mostrado cómo el confusionismo consiguiente a los acuerdos contraídos en el terreno electoral acaba destruyendo los frutos de la propaganda socialista, la cual no puede dejar de ser continua crítica y negación de las tendencias y de las opiniones de la democracia burguesa.

Pero comúnmente se justifican los matrimonios con los partidos afines, en el campo administrativo, con otro orden de consideraciones. Se nos hace la observación de que en las cuestiones administrativas la práctica debe prevalecer sobre la teoría; que hay que tener como mira objetivos inmediatos y concretos, de índole completamente local, y dejar aparte las discusiones políticas y sociales.

Y se invocan, según las ocasiones y las localidades, particulares razones que deberían inducir a los socialistas a entrar en los bloques políticos y que, aplazando para tiempos mejores el trabajo de propaganda y de proselitismo socialista basado en la lucha de clase, deberían pensar por el momento en ayudar a la parte de la burguesía más moderna, más avanzada, más honesta, a desembarazarse de la antigualla constituida por los partidos reaccionarios y por la camarilla que domina la vida administrativa. La eliminación de estas supervivencias debería constituir el inicio de una obra destinada a elevar, a educar a las masas, y a establecer el mínimo de civilización, de limpieza y de decencia que transforme a la plebe  en pueblo. Después vendría la preparación socialista del proletariado, la propaganda de clase y la política intransigente por parte del partido socialista.

Este razonamiento hace una amplísima mella en las localidades donde es superficial la conciencia política. Sin embargo es fundamentalmente erróneo, y no es más que el truco vulgar bajo el cual pasan los motivos menos confesables de la alquimia electoral.

Para destruirlo basta una simple distinción. Ser socialista quiere decir considerar posible hoy, en base al examen de las condiciones económico-sociales presentes, una acción de clase tendente a destruir el capitalismo para sustituirlo por un nuevo ordenamiento social. Actuar como socialistas, significa trabajar para que la conciencia de semejante posibilidad se difunda entre un número cada vez mayor de proletarios, con la mayor simultaneidad posible en las distintas regiones y en las distintas naciones.

Quien, aun reconociendo que la destrucción del capitalismo será una buena cosa, no considere llegado el momento de actuar en tal sentido, sino que cree oportuno resolver antes  otros problemas bien diferentes, no es un socialista. Si esto no fuera así de evidente, deberíamos considerar socialista a cualquier contradictor nuestro que empiece a arrojarnos a la cara la sólita frase: yo soy más socialista que vosotros, pero... Y, con el mismo razonamiento, deberíamos reconocer como socialista a una gran cantidad de antiguos pensadores basándonos en alguna afirmación platónica suya, y relegaríamos el concepto de socialismo a las regiones de lo indefinible, abandonándolo a ejercitaciones de onanismo análogas a la de los glosadores que creían ver al Veltro dantesco en la persona de Víctor Manuel.

Por consiguiente, quien piensa que es inútil por el momento la lucha de clase y pretende trabajar en las cuestiones concretas que los bloques asumen resolver, es un demócrata, bueno o malo, pero no un socialista.

La aseveración nos parece incontestable.

 

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En el artículo precedente hemos sostenido en efecto que el fenómeno electoral – especialmente cuando no es planteado sobre una base de partido – es de una índole capaz de absorber y desteñir cualquier otra forma de acción. Por tanto la contradicción entre aliancismo local y propaganda socialista es innegable. Y lo es también por otras razones.

Nuestra propaganda – continuamos remitiéndonos, como puede muy bien comprenderse, a conocidísimos y elementales conceptos – se basa no en la predicación abstracta de una teoría, sino en la constatación de ciertas condiciones económicas y materiales de vida comunes a todos los trabajadores. Nuestra propaganda aprovecha todos los momentos de la existencia del obrero en la fábrica, en la familia, etc., para demostrarle que si quiere defender sus intereses debe hacerlo poniéndose de acuerdo con aquellos que están en análogas condiciones de vida. Del ciego egoísmo nosotros tendemos a hacer un sentimiento consciente, de forma que el individuo transporte la defensa de sus intereses a la de los intereses de su clase; de forma que el obrero ya no sea un competidor y enemigo del otro obrero, sino hermano y compañero de todos los demás obreros, y enemigo de la clase de los explotadores.

A esto se llega gradualmente, partiendo de la evidente comunidad de los intereses de categoría para los obreros de un determinado oficio y llegando a la alianza de todos los trabajadores del mundo en la Internacional Socialista. No hace falta reconstruir aquí las etapas de esta propaganda, que es la razón de ser del socialismo.

Ahora, en este proceso de educación de los individuos para la acción de clase, evidentemente nosotros no nos podemos saltar  un estadio tan importante como es la solidaridad de los trabajadores en la ciudad en que viven, en el Municipio; tan rico, especialmente en Italia, de tradiciones históricas de verdadera libertad, de libertad casi anti-autoritaria, sofocada luego por la intromisión de los pequeños y grandes estados autoritarios.

 

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Quien está pues por la lucha de clase no puede excluirla de la vida municipal sin renunciar a extenderla a la vida de las naciones y a toda la vida social de la comunidad humana.

El aliancismo municipal niega, mata y frena la propaganda de la lucha de clase; y son ridículos aquellos que dicen ser partidarios de la intransigencia solamente en las luchas políticas y no en las administrativas.

Nuestra política, que no es academia relegada al escenario de los parlamentos, sino que es una resultante de la realidad económica, empieza a partir del pequeño incidente de la vida del trabajador para llegar a todas las formas de acción colectiva de la clase obrera. En el Municipio nosotros también hacemos un trabajo político, o sea trabajo de propaganda, de proselitismo, de preparación para el choque final de las clases.

“Un socialismo municipal no existe: esto es un despropósito teórico y una mentira práctica”, dijo el diputado Lucci en el Congreso de Ancona. Muy bien. No existe un socialismo municipal, como no existe un socialismo parlamentario ni un socialismo sindical, ya que ni con los municipios, ni con los sindicatos (a pesar de lo que digan ciertos residuos del sindicalismo de ayer) se realizará la revolución.

El socialismo lleva a cabo una obra de negación y de demolición en todas sus particulares formas de actividad.

Y precisamente por esto, no debemos dejarlo que se consuma persiguiendo las reconstrucciones administrativas que los bloques manifiestan querer hacer. Si nosotros, socialistas, sabemos que no podemos hacer socialismo en el Municipio, ¿por qué deberíamos vender el alma y la dignidad para practicar en ellos dudosa y extinta democracia? O con uno o con otra: desde cualquier punto de vista, el dilema se plantea de forma precisa.

 

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Y la objeción de la corta duración de los bloques tampoco se tiene en pie. Los bloques duran poco tiempo sólo porque fracasan siempre en los objetivos prácticos que se proponen. Si los bloques tuvieran que realizar todas sus promesas, el acuerdo entre los distintos elementos aliancistas debería perpetuarse incondicionalmente durante decenios y decenios.

Muchos postulados aliancistas, con toda su ostentada practicidad, comparados con nuestras teóricas aspiraciones a una transformación fundamental del presente ordenamiento social, presentan coeficientes de probabilidad mucho menores. Puede parecer una paradoja, pero es así.

Si las condiciones para el desarrollo del socialismo fueran confiadas a la buena voluntad de los administradores demócratas, como parecen creer los socialistas partidarios de los bloques, el socialismo tendría que esperar un buen rato.

Ciertas condiciones de la miseria popular son inherentes al desarrollo del capitalismo, y ninguna democracia municipal o estatal puede dulcificarlas sensiblemente. En Londres, en París, en Berlín, etc., el hambre, la miseria, la delincuencia atormentan a los bajos fondos ciudadanos quizás más  que cuando, hace decenios y decenios, no imperaban todavía las modernas democracias burguesas.

Y es sólo la redención del socialismo la que podrá llevar a la luz del sol a tantos millones de seres humanos desangrados por la explotación de quien anida en las grandes mansiones y en los suntuosos edificios de las zonas de lujo en las cuales los Municipios modernos derrochan millones y miles de millones.

Ahora, cuando los socialistas aliancistas dicen en su favor que el bloque político es un fenómeno transitorio y de breve duración, y que por tanto no implica el aplazamiento sin fecha de la lucha de clase, ellos son conscientes de que los bloques mienten cuando prometen, y que sin duda fracasarán en el mantenimiento de sus promesas. ¿Y entonces por qué entran en el bloque? En breve lo veremos.

 

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Eliminemos antes otra observación aliancista: El aliancismo sería un estadio necesario del desarrollo socialista, visto que dicho estadio ha sido atravesado en la Alta Italia en los últimos años, después de los cuales se ha vuelto a la intransigencia por parte del partido. Tampoco esto es verdad. La táctica de las alianzas seguida en la Italia septentrional y central por el Partido Socialista lo había deprimido peligrosamente. Del fracaso administrativo de los bloques los burgueses le echaban la culpa a los socialistas, y las masas se alejaban del socialismo. (De todas formas la buena administración en muchas regiones italianas del Norte no es una aportación de la democracia, sino una tradición que se remonta a la dominación austriaca).

Los bloques hicieron no sólo hicieron poco o nada concreto, sino que desacreditaron al socialismo ante las masas. Basta con ver las cifras de los afiliados al partido. Venido el amargo despertar de la guerra líbica, el partido frenó su andadura por la peligrosa vía de la degeneración, y reanudó su camino y su ascenso. De hecho el actual reflorecimiento se debe a que ha habido una saludable reacción a la táctica transigente, que se había revelado desastrosa para el socialismo. Este experimento debería pues persuadir a los aliancistas a no hacer otros bloques en condiciones incluso peores, porque aquí no existen partidos democráticos, y es todavía menor la conciencia política obrera.

 

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Por consiguiente: o demócratas con el bloque, o socialistas fuera y contra el bloque. De aquí no se sale. ¿Y por qué existen individuos que dicen ser socialistas y no sienten esto? La respuesta es única, fatal, incontrastable: A las finalidades del socialismo se ha superpuesto en ellos la manía del éxito electoral y el arribismo personal. Se ha ido a la caza de los sillones en los consejos municipales y provinciales. Se ha defendido desesperadamente la conquistada medallita parlamentaria.

Y, por esto, se ha renegado el socialismo. Es tan simple como evidente.

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“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”

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