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ORGANIZACIÓN Y PARTIDO

“L’ Avanguardia”, n. 296 del 20-7-1913

  

Este artículo nos lleva una vez más al periodo anterior a la primera guerra mundial y es útil para mostrar cómo en las filas de los jóvenes socialistas revolucionarios, desde aquella fecha lejana, se vieron claramente las relaciones entre organización y partido, o sea entre movimiento económico y partido político, debiéndose leer así el título, que, como otros de la “Avanguardia” reproducidos ya por nosotros en el volumen I, lleva como premisa la indicación general: “Movimiento proletario”, casi como insignia de una rúbrica permanente.

 El artículo da fe de cómo la izquierda juvenil se distanció tempestivamente del reformismo obrerista y del llamado sindicalismo revolucionario, entonces de moda.

El lector verá que la función del partido político proletario ante las organizaciones sindicales fue planteada exactamente en la misma forma que la planteó la Internacional Comunista, y en la misma forma que la encuadra todavía nuestro movimiento, con la condena de todas las formas ruinosas del oportunismo de entonces y de hoy, cuya despiadada crítica se vuelve a proponer sin cambiar ni una coma de la misma.

 

El argumento, además de ser de la más viva actualidad, es de tal amplitud que exige una amplísima discusión. Nosotros pretendemos sólo hacer algunas pocas observaciones por el momento, tratando de aclarar, si lo conseguimos, la cuestión y el modo de entenderla por parte de las diferentes tendencias y corrientes que están relacionadas con ella.

El movimiento obrero, entendido simplemente como la acción de asociaciones de obreros dirigida a la conquista de mejoras en las condiciones de trabajo, es ya un hecho universal y reconocido por todos los más diferentes partidos. Ni siquiera los más conservadores de éstos refutan el derecho de asociación a las categorías de trabajadores, porque están convencidos que sería una locura intentar oponerse a un movimiento que surge espontáneo y vigoroso en todas partes, con una universalidad tan sistemática de sus caracteres esenciales y de su periodo de desarrollo, que no puede dejar de impresionar incluso a quien quiere cerrar los ojos para no verlo. Pero todo el esfuerzo de los partidos políticos conservadores – en el amplio sentido de la palabra – está dedicado al intento de canalizar, según sus propios intereses y sus propias teorías, esta corriente que no se puede detener. Los partidos más distintos y que, por razones históricas y de principio, deberían ser contrarios al crecimiento del movimiento sindical, se convierten en cambio en sus promotores y se ponen al frente del mismo, empujando a los obreros a sindicarse según ciertas formas en las cuales dichos partidos tratan de inculcar sus propias tendencias. Así actúa el partido católico; así actúan los partidos de la democracia. Porque éstos, por razones de principio, deberían ver con malos ojos el movimiento obrero, cuyo surgimiento representa la condena de toda la ideología de la burguesía francesa, y constituye el despertar del proletariado, finalmente percatado de que la igualdad política, conquistada al precio de tanta sangre, no era más que una nueva forma de tiranía, y que incluso agudizaba las privaciones económicas de las masas productoras. Pasando por alto dicha interesante cuestión (que debería ser especialmente examinada en relación a la deficiente concepción económico-social de la democracia mazziniana) concluimos que los partidos de los que se ha hablado apoyan e incitan a los movimientos sindicalistas por espíritu de oportunidad política y para desempeñar la defensa de las presentes instituciones, a cuya órbita se esfuerzan por constreñir y reconducir el programa de las organizaciones proletarias.

Y en efecto la lucha contra las instituciones no es un carácter sustancial del movimiento obrero. Éste puede coexistir con la actual forma de producción capitalista sin mellar su esencia, haciendo sólo que sean menos sensibles las oscilaciones del mercado de la mano de obra y elevando el tenor de vida de las clases trabajadoras. Así que el movimiento obrero puede permanecer completamente al margen de aspiraciones políticas, en el sentido subversivo, reconociendo y respetando las leyes y limitándose a las formas de acción que éstas les delimitan más o menos ampliamente. Las Trade Unions son el ejemplo de este movimiento, poderoso y formidablemente organizado, pero, al menos hasta ahora, totalmente legalista, respetuoso con las instituciones y casi conservador.

Cuando los partidos políticos burgueses consiguen pues adueñarse de la dirección del movimiento, éste se vuelve inmediatamente confesional  y se dedica, incluso al margen de la lucha económica, a los intereses políticos de un partido cualquiera. Tenemos así las ligas amarillas: ya sean católicas, monárquicas o republicanas.

Pero generalmente las relaciones entre los sindicatos y los partidos políticos son de otro género. El sindicato conserva una relativa independencia; sin embargo se sirve de modo ecléctico de su influencia electoral para pedirle apoyo a grupos o a hombres políticos, sin preocuparse demasiado por el color o las ideas de estos últimos. Es un verdadero mercado de apoyos recíprocos del cual emigra cualquier forma de aspiración a cualquier programa, tanto por parte de la masa obrera preocupada sólo por las ventajas inmediatas, cuanto por parte del arribista político que se convierte en el paladín de la misma. La concepción que tienen los reformistas del movimiento sindical no se diferencia sustancialmente de este género de relaciones. Ellos quieren que los sindicatos sean apolíticos, pero que se sirvan de la acción electoral para respaldar la acción económica, conseguir leyes protectoras del trabajo o, más a menudo, favores especiales para organizaciones locales, o para corporaciones privilegiadas. Incluso el gobierno burgués, si favorece aquellas ventajas, tendrá el apoyo en el terreno político de los elegidos por la masa obrera. El sindicalismo reformista así entendido vive a la sombra de las complacencias estatales – y por tanto burguesas – y admite plenamente la colaboración de clase y la coincidencia de intereses entre capital y trabajo, en determinadas circunstancias más o menos generales. La misma concepción es seguida aproximadamente por la democracia radical en lo que respecta al movimiento obrero, pero, repetimos, por mero espíritu de oportunismo político y a menudo de arribismo personal, y para combatir el peligro de que las ligas obreras se coloquen en el terreno de la lucha de clase, en el cual empiezan a converger apenas se vuelven realmente belicosas y robustas, como próximamente veremos.

Antes que a estas organizaciones dispuestas a venderse al mejor postor, nosotros preferimos mucho mejor a las ligas sectarias y amarillas de los republicanos de Romaña, e incluso a las organizaciones de curas, que al menos siguen siempre al mismo amo.

Pero la aparición del socialismo trae un espíritu nuevo y distinto en la vida sindical: la constatación de una lucha entre la clase de los trabajadores y la de los patronos, lucha que se eleva desde las competiciones diarias hasta convertirse en un medio de acción política, y por tanto revolucionaria, dirigida a mellar y perturbar el principio sobre el que se basa la economía presente de la producción y las correspondientes formas políticas que nos gobiernan, la constatación, decíamos, de esta lucha de clase y de este programa revolucionario, subvierte y renueva completamente la función de las asociaciones obreras. Éstas no piden ya ser defendidas por partidos fieles a las instituciones e influyentes en los gobiernos, sino que dan lugar a un partido de reivindicaciones obreras, a un partido de ataque y de ofensiva contra las instituciones políticas y económicas de la clase burguesa: el partido socialista. Éste, que no es un partido obrero ni obrerista, debe asumir la misión de defender el programa revolucionario e instilar en las organizaciones obreras el concepto de que ellas deben coordinar la acción diaria de mejoras con el programa de clase, y afirmarlo y apoyarlo en el campo político y social.

Pero, desgraciadamente, el partido socialista se ha degenerado en muchos países. El reformismo lo ha ahogado, lo ha hecho esclavo de ciertas tendencias instintivas del proletariado hacia las conquistas inmediatas, lo ha ilusionado con que esta era la verdadera vía para adquirir fuerza e influencia. El partido revolucionario amenazaba con convertirse en un colegio de abogados del egoísmo obrero...

La escuela sindicalista ha reaccionado justamente y, a grandes rasgos, ha sostenido esto: el partido socialista desempeña ya la misma acción conservadora que los partidos burgueses; esa acción de cambio recíproco de favores entre grupos políticos y sindicatos es análoga a la desempeñada por los partidos y por los hombres políticos conservadores: no es necesario un partido ex profeso que tenga sólo la etiqueta revolucionaria. Pero los burgueses nunca desempeñan esa acción por simpatía hacia el movimiento obrero, sino sólo porque ellos saben muy bien que de esta forma lo debilitan y lo desmantelan poco a poco, incapacitándolo no sólo para una acción revolucionaria de clase, sino para la misma lucha por las mejoras inmediatas que, para que ofrezca éxitos positivos, exige firmeza, solidez e independencia verdadera por parte del sindicato. De estas constataciones, a veces exageradas en lo que se refiere a los socialistas, el sindicalismo ha deducido la inutilidad, e incluso el daño, del partido socialista para el proletariado. Y ha formulado el dogma de que el sindicato debe ignorar la acción política, boicoteando a todos los partidos, y que puede desempeñar por sí solo la lucha de clase con finalidad revolucionaria.

Que la acción política en el sentido “reformista”, o mejor dicho oportunista, arruine no sólo el futuro revolucionario del socialismo, sino también la trabazón de los sindicatos, es por supuesto una verdad irrefutable. Pero ese trapicheo de egoísmos no merece siquiera el nombre de acción política.

La ilusión de los sindicalistas es que el sindicato encuentre en sí mismo el espíritu revolucionario y el sentimiento de clase. Desgraciadamente en el sindicato – lo dicen los hechos – arraiga bastante bien el espíritu pacifista y el sentimiento gremial. Después de ciertos resultados de la táctica sindicalista, cualquier revolucionario consciente debe reconocer la necesidad de la existencia de un partido, en un sentido, bien es verdad, muy diferente de como lo entienden los reformistas. Porque las degeneraciones colaboracionistas de toda la acción proletaria han sido originadas quizás más por el egoísmo sindical que por el arribismo personal de los hombres políticos socialistas. Y el remedio no está en cortar por la mitad la táctica del socialismo, que no puede dejar de ser económica y política a la vez.

En cambio es necesario que partido y organizaciones económicas coexistan, pero que tanto uno como otras sean declaradamente revolucionarios. Es preciso que los afiliados no les pidan más a los diputados socialistas que los acompañen por las escaleras de los ministerios burgueses, y que los socialistas no permitan ni a los sindicatos ni a ellos mismos vender su dignidad y su fuerza en los trueques electorales. ¡Para esta vil ocupación ya existen muchos partidos burgueses! Y está ya el de los socialistas de derecha, que en esto es el especialista... gubernativo.

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“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”

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