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NATURALEZA, FUNCIÓN Y TÁCTICA DEL PARTIDO REVOLUCIONARIO DE LA CLASE OBRERA - 1945

 [De Prometeo, 1ª Serie, nº7-1947, pero redactadas a principios de 1945]

 

 

 

La cuestión relativa a la táctica del partido es de importancia fundamental, y se clarifica en relación a la historia de los contrastes de tendencia y de enfoque que se han verificado en la II y en la III Internacional.

No se debe considerar que la cuestión sea de naturaleza accesoria y derivada, en el sentido de que grupos, que están de acuerdo en la doctrina y en el programa, puedan sostener y aplicar, sin atacar tales bases, directrices distintas en la acción, aunque sólo sea a propósito de episodios transitorios.

Plantear los problemas relativos a la naturaleza y a la acción del partido significa haber pasado del campo de la interpretación crítica de los procesos sociales, al de la influencia que sobre tales procesos pueda ejercer una fuerza activamente operante. El traspaso constituye el punto más importante y delicado de todo el sistema marxista y fue encuadrado en las frases juveniles de Marx: "Los filósofos hasta ahora no han hecho más que interpretar el mundo, ahora se trata de cambiarlo", y "Es necesario pasar del arma de la crítica a la crítica con las armas".

Este pasaje, desde el conocimiento puro a la intervención activa, debe entenderse según el método del materialismo dialéctico, de modo totalmente distinto de aquél de los seguidores de las ideologías tradicionales. Demasiadas veces les ha resultado fácil a los adversarios del comunismo explotar el bagaje teórico marxista para sabotear y renegar las consecuencias de acción y de lucha, o bien, desde otros ambientes, aparentar que se adhieren a la praxis del partido proletario, pero confutando y rechazando sus bases críticas de principio. En todos estos casos, la desviación era el reflejo de influencias anti-clasistas y contrarrevolucionarias, y se ha manifestado en la crisis que indicamos por brevedad bajo el nombre de oportunismo.

Los principios y las doctrinas no existen de por sí como un fundamento que surge y se establece antes de la acción; tanto ésta como aquellos se forman en un proceso paralelo. Son los intereses materiales concurrentes los que empujan prácticamente a la lucha a los grupos sociales, y de la acción suscitada por estos intereses materiales se forma la teoría que deviene patrimonio característico del partido.

Cambiadas las relaciones y los intereses, los incentivos para la acción y los planteamientos prácticos de ésta, se cambia y se deforma la doctrina del partido.

Pensar que la doctrina pueda haber llegado a ser sagrada e intangible, por su codificación en un texto programático, y por un estricto encuadramiento organizativo y disciplinario del organismo partido, y que por tanto, se nos pueda consentir variadas y múltiples directrices y maniobras en la acción táctica, significa no discernir desde el punto de vista marxista cuál sea el verdadero problema que resolver para llegar a la elección de los métodos de acción.

Se vuelve a la valoración del determinismo. Los eventos sociales son realizados por fuerzas incoercibles, dando lugar a distintas ideologías, teorías y opiniones de los hombres, o ¿pueden ser modificados por la voluntad más o menos consciente de los hombres mismos? La cuestión viene afrontada por el método propio del partido proletario, cambiando radicalmente las bases tradicionales. Siempre se ha referido al individuo aislado, pretendiendo resolverla para el individuo y deducirle luego la solución para el conjunto social, cuando por el contrario debe trasladársela del individuo a la colectividad. Por colectividad se ha entendido siempre la otra abstracción metafísica que es la sociedad de todos los hombres, mientras que marxistamente debe entenderse por colectividad el agrupamiento de individuos concretamente definido que en una situación histórica dada, por sus relaciones sociales (o sea, por el lugar que ocupan en la producción y en la economía), tienen intereses paralelos; agrupamientos que se llaman precisamente clases.

Por las muchas clases sociales que presenta la historia humana, no se resuelve de un mismo modo genérico el problema de su capacidad de entender exactamente el proceso en que viven, y de ejercer sobre el mismo un cierto grado de influencia. Toda clase histórica ha tenido su partido, su sistema de opiniones y de propaganda; cada una de ellas ha pretendido con parecida insistencia interpretar exactamente el sentido de los acontecimientos, y poderlos enfocar hacia un fin más o menos vagamente concebido. De todos estos planteamientos el marxismo ofrece la crítica y la explicación, mostrando que las distintas generalizaciones ideológicas eran el reflejo, en las opiniones, de las condiciones y de los intereses de las clases en lucha.

En esta continua alternancia, la moderna clase proletaria -de la que son motores los intereses materiales y protagonistas los agrupamientos en partidos y organismos estatales de clase, y aspectos exteriores las escuelas políticas y filosóficas-, una vez que han madurado las condiciones sociales para la formación de dicha clase proletaria, se presenta con capacidades nuevas y superiores, ya sea en cuanto a posesión de un método no ilusorio de interpretación de todo el movimiento histórico, como en eficacia concreta de su acción de lucha social y política influyendo sobre el desarrollo general de este movimiento.

Este otro concepto fundamental ha sido enunciado por los marxistas con frases no menos conocidas y clásicas: "Con la revolución proletaria la sociedad humana sale de su prehistoria", y "La revolución socialista constituye el pasaje desde el mundo de la necesidad al de la libertad".

Se trata, pues, de no plantear ya, en los términos banales y tradicionales, la pregunta de si el hombre es libre en su deseo o determinado por el ambiente externo, si una clase y su partido tienen conciencia de su misión histórica, y de esta conciencia teórica derivan la fuerza para ponerla en práctica con el fin de una mejora general, o sean arrastrados a la lucha, al éxito o al desastre, por fuerzas superiores o desconocidas. Es necesario preguntarse antes de qué clases y de qué partidos se trata, cuáles sean sus relaciones en el campo de las fuerzas de la producción y de los poderes estatales, cuál es el ciclo histórico recorrido, y el que les queda por recorrer, según los resultados del análisis crítico.

Según la doctrina de las escuelas religiosas, el factor de los acontecimientos está fuera del hombre, en la divinidad creadora, que ha establecido todo y que también ha creído conceder al individuo un grado de libertad en la acción, del que por tanto deberá responder en una vida ultraterrenal. Es bien conocido que una solución similar del problema de la voluntad y del determinismo está totalmente abandonada por el análisis social marxista.

Pero incluso la solución de la filosofía burguesa, con sus pretensiones de crítica iluminista y su ilusión de haber eliminado cualquier presupuesto arbitrario y revelado, sigue siendo al mismo tiempo engañosa, porque el problema de la acción siempre está reducido a la relación entre sujeto y objeto; y en las versiones, antiguas o recientes, de los diversos sistemas idealistas, el punto de partida viene buscado en el sujeto individual, en el YO, en cuanto que precisamente reside en el mecanismo de su pensamiento y se traduce sucesivamente en las intervenciones de este yo por encima del ambiente natural y social. De aquí la mentira política y jurídica del sistema burgués, para el que el hombre es libre, y como ciudadano tiene el derecho de administrar, según la opinión nacida en su cabeza, la cosa común, y por tanto también los propios intereses.

La interpretación marxista de la historia y de la acción humana -si ha expulsado, pues, la intervención de toda influencia trascendente y de todo verbo revelado- ha invertido con decisión no menor el esquema burgués de la libertad y de la voluntad del individuo, mostrando cómo son sus necesidades y sus intereses los que explican su movimiento y su acción, y sólo como último efecto de las más complicadas influencias se determinan sus opiniones y creencias, y eso que se llama su conciencia.

Es una gran verdad que, cuando se pasa desde el concepto metafísico de conciencia y de voluntad del YO, al concepto real y científico de conocimiento teórico y de acción histórica y política del partido de clase, el problema se enfoca claramente, y puede afrontarse la solución.

Esta solución tiene una portada original para el movimiento y el partido del moderno proletariado, en cuanto que por primera vez se trata de la clase social que no sólo está llamada a despedazar los viejos sistemas y las viejas formas políticas y jurídicas que impiden el desarrollo de las fuerzas productivas (tarea revolucionaria que tuvieron también las clases sociales precedentes), sino que por primera vez realiza tal lucha, no para constituirse en una nueva clase dominante, sino para establecer relaciones productivas tales que permiten eliminar la presión económica y la explotación de una clase sobre otra.

El proletariado dispone, pues, de mayor claridad histórica, y de influencia más directa sobre los acontecimientos, que las clases que le han precedido en la dirección de la sociedad.

Esta actitud histórica y facultad nueva del partido de clase proletario debe seguirse en el complicado proceso de su manifestarse en las sucesivas vicisitudes históricas que el movimiento proletario ha atravesado hasta ahora.

El revisionismo de la II Internacional, que dio lugar al oportunismo en la colaboración con los gobiernos burgueses, en paz y en guerra, fue la manifestación de la influencia que tuvo en el proletariado la fase de desarrollo pacífico y aparentemente progresivo del mundo burgués, en la última parte del siglo XIX. Pareció entonces que la expansión del capitalismo no condujese, como había aparecido en el clásico esquema de Marx, a la inexorable exasperación de los contrastes de clase y de la explotación y depauperación proletaria. Parecía, mientras que los límites del mundo capitalista pudiesen extenderse sin suscitar crisis violentas, que el tenor de vida de las clases trabajadoras se pudiera mejorar gradualmente en el ámbito del mismo sistema burgués. El reformismo elaboró una teoría con este esquema de evolución sin choques de la economía capitalista a la proletaria, y en la práctica afirmó, con toda coherencia, que el partido proletario podía desarrollar una acción positiva con realizaciones cotidianas de conquistas parciales: sindicales, cooperativas, administrativas y legislativas, que se convertían en otros tantos núcleos del futuro sistema socialista insertados en el cuerpo del actual, y que poco a poco lo habrían transformado en su totalidad.

La concepción de la tarea del partido ya no fue la de un movimiento que debiese hacer depender todo de la preparación de un esfuerzo final para poner en práctica las máximas conquistas, sino que se transformó en una concepción sustancialmente voluntarista y pragmática, en el sentido de que la tarea de cada día era presentada como una sólida realización definitiva, y contrapuesta a la vacuidad de las esperas pasivas de un gran éxito futuro que debiese surgir del choque revolucionario.

No menos voluntarista, incluso por la declarada adhesión a las más recientes filosofías burguesas, era la escuela sindicalista, que si bien hablaba de conflicto de clase abiertamente y de vaciamiento y abolición de aquel mecanismo estatal burgués -que los reformistas querían permear de socialismo-, pero en realidad, localizando la lucha y la transformación social en empresas individuales de producción, pensaba al mismo tiempo que los proletarios pudiesen establecer sucesivamente con la lucha sindical tantas posiciones victoriosas en islotes del mundo capitalista. Una derivación del concepto sindicalista, en la que la unidad internacional e histórica del movimiento de clase y de la transformación social está fragmentada en tantas y sucesivas tomas de posición en los elementos de la economía productiva, en nombre de un planteamiento concreto y analítico de la acción, se tuvo en la teoría de los consejos de fábrica propia del movimiento italiano del "Ordine Nuovo".

Volviendo al revisionismo gradualista, está claro que, al igual que se colocaba como secundaria la máxima realización programática de la acción del partido y se colocaba en primer plano la conquista parcial y cotidiana, también se preconizaba la muy conocida táctica de alianza y de coalición con grupos y partidos políticos que a veces estuviesen de acuerdo en apoyar las reivindicaciones parciales y las reformas del partido proletario.

Desde entonces se le opuso a esta práctica la objeción sustancial de que el alineamiento del partido al lado de otros partidos en un frente que dividía en dos al mundo político sobre determinados problemas que aparecían en la actualidad del momento, conducía como reflejo a desnaturalizar al partido, a enturbiar su claridad teórica, a debilitar su organización y a comprometer sus posibilidades para encuadrar la lucha de las masas proletarias en la fase de la conquista revolucionaria del poder.

La naturaleza de la lucha política es tal, que el alineamiento de las fuerzas en los campos separados por soluciones opuestas de un sugestivo problema contingente, polarizando todas las acciones de grupos en torno a aquel interés transitorio y a aquella finalidad inmediata, y arrollando cualquier propaganda programática y cualquier coherencia con la tradición de los principios, determina, en los grupos combatientes, orientaciones que reflejan directamente y traducen en modo irracional la exigencia por la que se combate.

La tarea del partido, cosa aparentemente clara entre los mismos socialistas de la época clásica, debería ser la de conciliar la intervención en los problemas y en las conquistas contingentes, con la conservación de su fisonomía programática, y de la capacidad para conducirse en el terreno de su propia lucha por la finalidad general y última de la clase proletaria. En efecto, sucedió que la actividad reformista, no sólo hizo olvidar a los proletarios su preparación clasista y revolucionaria, sino que condujo a los mismos dirigentes y teóricos del movimiento a realizar un rechazo abierto, proclamando que ya no era más el caso de preocuparse de realizaciones máximas, que la crisis revolucionaria final prevista por el marxismo, también ésta, se reducía a una utopía, y que lo que importaba era la conquista de cada día. Divisa común de los reformistas y de los sindicalistas fue ésta: "el fin no es nada, el movimiento lo es todo".

La crisis de este método se presentó imponente con la guerra. Ésta destruyó el presupuesto histórico de la cada vez mayor tolerabilidad del dominio capitalista, en cuanto los recursos colectivos acumulados por la burguesía, y en una pequeña parte transferidos a la aparente mejora del tenor de vida económico de las masas, fueron arrojadas a la hoguera de la guerra, y no sólo se desvanecieron en la crisis económica todos los efectos de las mejoras reformistas, sino que las mismas vidas de millones de proletarios fueron sacrificadas. Al mismo tiempo, mientras la parte aún sana de los socialistas se ilusionaba con que tal reaparición violenta de la barbarie capitalista habría provocado el retorno de los grupos proletarios desde una posición de colaboración, a otra de abierta lucha general sobre la cuestión central de la destrucción del sistema burgués, se tuvo por el contrario la crisis y la quiebra de toda o casi toda la organización proletaria internacional.

El desplazamiento del frente de agitación y de acción inmediata, realizado en los años de la práctica reformista, se reveló como una debilidad incurable, puesto que las finalidades máximas de clase fueron olvidadas e incomprensibles para los proletarios. El método táctico de aceptar el alineamiento de los partidos en dos coaliciones distintas, según los países y las contingencias de las más variadas consignas (por una mayor libertad de organización, por la extensión del derecho de voto, por la estatización de algunos sectores económicos, etc., etc.), fue ampliamente explotado en sus nefastas consecuencias por la clase dominante, provocando aquellos alineamientos políticos de los dirigentes del proletariado que constituyeron la degeneración social-patriótica.

Utilizando hábilmente la popularidad dada a aquellos postulados no clasistas de la propaganda de las potentes organizaciones de masa de los grandes partidos socialistas de la II Internacional, fue fácil desviar su enfoque político, demostrando que en interés del proletariado, e incluso de su camino hacia el socialismo, era necesario, entre tanto, dedicarse a defender otros resultados, como la civilización alemana contra el zarismo feudal y teocrático, o bien la democracia occidental contra el militarismo teutónico.

Contra esta dirección desastrosa para el movimiento obrero actuó, a través de la revolución rusa, la III Internacional. No obstante debe decirse que, si bien la restauración de los valores revolucionarios fue grandiosa y completa en lo que respecta a los principios doctrinales, al planteamiento teórico y al problema central del poder del Estado, por el contrario no fue igualmente completa la sistematización organizativa de la nueva Internacional y el planteamiento de la táctica de ésta y de los partidos adherentes.

La crítica a los oportunistas de la II Internacional fue ciertamente completa y decisiva, no sólo en cuanto a su abandono total de los principios marxistas, sino también en cuanto a su táctica de coalición y de colaboración con gobiernos y partidos burgueses.

Se puso en evidencia que el enfoque, particular y contingente, dado a los viejos partidos socialistas, no había llevado a asegurar totalmente, a los trabajadores, pequeños beneficios y mejoras materiales, a cambio de renunciar a preparar y llevar a cabo el ataque integral contra las instituciones y el poder burgués; sino que había conducido, comprometiendo ambos resultados, el mínimo y el máximo, a una situación aún peor, o sea, a utilizar las organizaciones, las fuerzas, la combatividad, las personas y las vidas de los proletarios, para realizar objetivos que no eran los objetivos políticos e históricos de su clase, sino que conducían al reforzamiento del imperialismo capitalista. Este había superado así en la guerra, al menos durante una fase histórica completa, la amenaza ínsita en las contradicciones de su mecanismo productivo, y había superado la crisis política determinada por la guerra y por sus repercusiones, con el sometimiento de los encuadramientos sindicales y políticos de la clase adversaria, a través del método político de las coaliciones nacionales.

Esto equivalía, según la crítica del leninismo, a desnaturalizar completamente el papel y la función del partido proletario de clase, que no es la de salvar -de peligros denunciados- la patria burguesa o las instituciones de la así llamada libertad burguesa, sino la de tener alineadas las fuerzas obreras sobre la línea de la dirección histórica general del movimiento, que debe culminar en la conquista total del poder político, abatiendo al Estado burgués.

Se trataba, nada más terminar la guerra, cuando parecían desfavorables las así llamadas condiciones subjetivas de la revolución (o sea, la eficacia de la organización y de los partidos del proletariado), pero se presentaban favorables las condiciones objetivas, debido a la manifestación de la crisis del mundo burgués en toda su magnitud, se trataba pues de reparar la primera deficiencia con una rápida reorganización de la Internacional revolucionaria.

El proceso estuvo dominado, no podía ser de otra manera, por el grandioso acontecimiento histórico de la primera victoria revolucionaria obrera en Rusia, que había permitido reconducir a plena luz las grandes directrices comunistas. Se quiso trazar, sin embargo, la táctica de los partidos comunistas -que en los otros países agrupaban a grupos socialistas contrarios al oportunismo bélico- imitando directamente la táctica aplicada victoriosamente en Rusia por el partido bolchevique en la conquista del poder, a través de la histórica lucha de febrero a noviembre de 1917.

Esta aplicación dio lugar, desde un primer momento, a importantes debates acerca de los métodos tácticos de la Internacional, y especialmente sobre el del frente único, consistente en invitaciones dirigidas frecuentemente a los otros partidos proletarios y socialistas, para llevar a cabo una agitación y una acción comunes, y con la finalidad de poner en evidencia lo inadecuado que era el método de esos partidos, y cambiar en beneficio de los comunistas su tradicional influencia sobre las masas.

En efecto, a pesar de las abiertas advertencias de la Izquierda Italiana y de otros grupos de oposición, los dirigentes de la Internacional no se dieron cuenta de que esta táctica del frente único, empujando a las organizaciones revolucionarias al flanco de las socialdemócratas, socialpatriotas, oportunistas, de las que aquellas se habían separado recientemente como irreductible oposición, no sólo habría desorientado a las masas, haciendo imposibles las ventajas que se esperaban de esa táctica, sino que además habría contaminado -lo que era aún más grave- a los mismos partidos revolucionarios. Es cierto que el partido revolucionario es el mejor factor de la historia y el menos vinculado, pero no deja de ser igualmente un producto de la misma, y sufre mutaciones y desplazamientos con cada modificación de las fuerzas sociales. No puede pensarse el problema táctico como el manejo voluntario de un arma que, dirigida en cualquier dirección, sigue siendo la misma; la táctica del partido influencia y modifica al partido mismo. Si bien ninguna táctica puede ser condenada en nombre de dogmas aprioristas, toda táctica debe ser analizada preventivamente y discutida a la luz de una cuestión como ésta: al ganar una mayor influencia eventual del partido sobre las masas, ¿no se comprometerá el carácter del partido y su capacidad para guiar a las masas hasta el objetivo final?

La adopción de la táctica del frente único por parte de la III Internacional significaba, en realidad, que también la Internacional Comunista se colocaba sobre la vía del oportunismo, que había conducido a la II Internacional a la derrota y a la liquidación. Característica de la táctica oportunista había sido el sacrificio de la victoria final y total a los éxitos parciales contingentes; la táctica del frente único se revelaba también como oportunista, precisamente porque también sacrificaba la primera e insustituible garantía de la victoria total y final (la capacidad revolucionaria del partido de clase) a la acción contingente, que habría debido asegurar ventajas momentáneas y parciales al proletariado (el aumento de la influencia del partido sobre las masas, y una mayor compacidad del proletariado en la lucha por la mejora gradual de sus condiciones materiales y por el mantenimiento de eventuales conquistas alcanzadas).

En la situación de la primera posguerra, que se presentaba como objetivamente revolucionaria, la dirección de la Internacional se dejó guiar por la preocupación -por otra parte no carente de motivo- de no encontrarse preparada y con un escaso seguimiento de las masas en caso de estallar un movimiento general europeo que pudiera conseguir la conquista del poder en algunos de los grandes países capitalistas. Era tan importante para la Internacional leninista la eventualidad de un rápido hundimiento del mundo capitalista, que hoy se comprende cómo, en la esperanza de poder dirigir masas más amplias en la lucha por la revolución europea, se fuese demasiado lejos aceptando la adhesión de movimientos que no eran verdaderos partidos comunistas, y se buscase, con la táctica elástica del frente único, tener contacto con las masas que estaban detrás de las jerarquías de partido que oscilaban entre la conservación y la revolución.

Si se hubiese verificado la eventualidad favorable, los reflejos sobre la política y la economía del primer poder proletario en Rusia habrían sido tan sumamente importantes como para permitir el resaneamiento rapidísimo de las organizaciones internacionales y nacionales del movimiento comunista.

Por el contrario, al haberse verificado la eventualidad menos favorable, la del restablecimiento relativo del capitalismo, el proletariado revolucionario debió reemprender la lucha y el camino con un movimiento que, habiendo sacrificado su claro planteamiento político y su homogeneidad de composición y de organización, estaba expuesto a nuevas degeneraciones oportunistas.

Pero el error que abrió las puertas de la III Internacional a la nueva y más grave oleada oportunista no era solamente un error de cálculo de las probabilidades futuras del devenir revolucionario del proletariado; era un error de enfoque y de interpretación histórica consistente en querer generalizar las experiencias y los métodos del bolchevismo ruso, aplicándolos a los países con una civilización burguesa y capitalista enormemente más avanzada. La Rusia anterior a febrero de 1917 era todavía una Rusia feudal, en la que las fuerzas productivas capitalistas estaban oprimidas bajo los grilletes de las relaciones de producción antiguas: era obvio que en esta situación, análoga a la de la Francia de 1789 y de la Alemania de 1848, el partido político proletario debiese combatir contra el zarismo incluso si hubiese sido imposible evitar que, tras su derrocamiento, se estableciese un régimen burgués capitalista; y era por consiguiente igualmente obvio que el partido bolchevique podía acceder a tener contactos con otras agrupaciones políticas, contactos que se habían vuelto necesarios en la lucha contra el zarismo. Entre febrero y octubre de 1917, el partido bolchevique reencontró las condiciones objetivas favorables para un esquema más vasto: el de injertar sobre el abatimiento del zarismo la ulterior conquista revolucionaria proletaria. En consecuencia, hizo más rígidas sus posiciones tácticas, asumiendo posiciones de lucha abierta y despiadada contra todas las demás formaciones políticas, desde los reaccionarios defensores de un retorno zarista y feudal, a los socialistas revolucionarios y a los mencheviques. Pero el hecho de que pudiera temerse un efectivo retorno reaccionario del feudalismo absolutista y teocrático, y el hecho de que las formaciones estatales y políticas de la burguesía o influenciadas por ella, en esa situación extremadamente fluida e inestable, no tuviesen aún ninguna solidez y capacidad de atracción y absorción de las fuerzas autónomas proletarias, pusieron al partido bolchevique en condiciones de poder aceptar contactos y acuerdos provisionales con otras organizaciones que tuviesen un seguimiento proletario, como acaeció en el episodio de Kornilov.

El partido bolchevique, realizando el frente único contra Kornilov, luchaba en realidad contra un efectivo retorno reaccionario, feudal, y además no tenía que temer una mayor solidez de las organizaciones mencheviques y socialistas revolucionarias, que hiciese posible una influencia de estos sobre las masas, ni un grado de solidez y de consistencia del poder estatal que le consintiese, a este último, obtener una ventaja de la alianza contingente con los bolcheviques, para después volverse contra ellos.

La situación y las relaciones de fuerzas en los países con una avanzada civilización burguesa eran completamente distintas. En estos países no se planteaba ya (y con mayor razón no se plantea hoy) la perspectiva de un retorno reaccionario del feudalismo, y por tanto quedaba excluido totalmente el objetivo de eventuales acciones comunes con otros partidos. Además, en estos países, el poder estatal y los agrupamientos burgueses estaban tan consolidados en el éxito y en la tradición del dominio, que se debía prever bien que las organizaciones autónomas del proletariado, empujadas a contactos frecuentes y estrechos con la táctica del frente único, habrían estado expuestas a una casi inevitable influencia y absorción por parte de ellos.

El haber ignorado esta profunda diferencia de situaciones, y el haber querido aplicar en los países avanzados los métodos tácticos bolcheviques, adaptados a la situación del naciente régimen burgués en Rusia, ha llevado a la Internacional Comunista a una serie cada vez mayor de desastres, y finalmente a su ignominiosa liquidación.

La táctica del frente único fue llevada hasta el punto de dar consignas distintas de las programáticas del partido sobre el problema del Estado, sosteniendo la petición y la actuación de gobiernos obreros, y por lo tanto de gobiernos formados por representaciones mixtas comunistas y socialdemócratas, las cuales llegaron al poder a través de las vías parlamentarias normales, sin romper violentamente el aparato estatal burgués. Esta consigna del Gobierno Obrero fue presentada en el IV Congreso de la Internacional Comunista, como corolario lógico y natural de la táctica del frente único; y se aplicó en Alemania, obteniendo como resultado una severa derrota del proletariado alemán y de su partido comunista.

Con la abierta y progresiva degeneración de la Internacional tras el IV Congreso (1922), la consigna del frente único sirvió para introducir la táctica aberrante de la formación de bloques electorales -con partidos ya no sólo no comunistas, sino incluso y hasta no proletarios-, de la creación de frentes populares, del apoyo a gobiernos burgueses, o -y surge aquí la cuestión más actual- de proclamar, en las situaciones en que la contraofensiva burguesa fascista había conseguido el monopolio del poder, que el partido obrero, abandonando la lucha por sus fines específicos, debiese constituir el ala izquierda de una coalición antifascista, que recoja ahora ya no a los solos partidos proletarios, sino también a los burgueses democráticos y liberales, con el postulado de combatir a los regímenes totalitarios burgueses, y de formar, tras su caída, un gobierno de coalición de todos los partidos, burgueses y proletarios, adversarios del fascismo. Partiendo del frente único de la clase proletaria, así también se llega a la unidad nacional de todas las clases, burguesa y proletaria, dominante y dominada, explotadora y explotada. Es decir, partiendo de una discutible y contingente maniobra táctica, que tenga como condición reconocida la autonomía absoluta de las organizaciones revolucionarias y comunistas, se llega a la liquidación efectiva de esta autonomía, y a la negación, ya no solamente de la intransigencia revolucionaria bolchevique, sino también del mismo clasismo marxista.

Este desarrollo progresivo, por una parte, resulta en contraste arbitrario con las mismas tesis tácticas de los primeros congresos de la Internacional, y con las clásicas soluciones sostenidas por Lenin en El Extremismo, Enfermedad Infantil del Comunismo. Por otro lado, después de la experiencia de veinte y más años de vida de la Internacional, autoriza a considerar que la enorme desviación, más allá del primer fin propuesto, se derive, paralelamente a las desfavorables vicisitudes de la lucha revolucionaria anticapitalista, de un planteamiento inicial inadecuado del problema de las tareas tácticas del partido.

Hoy es posible -sin reclamar, de los textos de las discusiones de entonces, todo el conjunto de los argumentos críticos- concluir que el balance de la táctica, demasiado elástica y demasiado maniobrera, ha resultado no sólo negativo, sino desastrosamente en quiebra.

Los partidos comunistas, bajo la guía del Komintern, han intentado utilizar, reiteradamente y en todos los países, las situaciones en sentido revolucionario con las maniobras del frente único, y oponerse sucesivamente al llamado prevalecer de la derecha burguesa con la táctica de los bloques de izquierda. Esta táctica sólo ha provocado clamorosas derrotas. Desde Alemania a Francia, a China y a España, las intentadas coaliciones, no sólo no han arrancado a las masas de los partidos oportunistas y de la influencia burguesa o pequeño-burguesa hacia la revolucionaria y comunista, sino que han conseguido realizar el juego inverso en interés de los anticomunistas. Los partidos comunistas, o han sido objeto, con la ruptura de las coaliciones, de despiadados ataques reaccionarios de sus ex-aliados, obteniendo durísimas derrotas en la tentativa de luchar solos, o absorbidos por las coaliciones, han ido degenerándose totalmente, hasta no distinguirse prácticamente de los partidos oportunistas.

Es verdad que, desde 1928 a 1934, se ha verificado una fase en la que el Komintern ha vuelto a lanzar la consigna de la autonomía de posiciones y de lucha independiente, dirigiendo de nuevo e improvisadamente el frente polémico y de oposición contra las corrientes burguesas de izquierda y las socialdemócratas. Pero este brusco giro táctico no ha valido más que para producir en los partidos comunistas la más absoluta desorientación, y no ha aportado ningún éxito histórico ante las victorias decisivas tanto de contraofensivas fascistas, como de acciones solidarias de la coalición burguesa contra el proletariado. La causa de estos fracasos debe remontarse al hecho de que las sucesivas consignas tácticas han llovido sobre los partidos y en medio de sus encuadramientos, con el carácter de sorpresas improvisadas y sin ninguna preparación de la organización comunista para las distintas eventualidades. Los Planes tácticos del partido, por el contrario, aun previendo variedad de situaciones y de comportamientos, no pueden y no deben llegar a ser un monopolio esotérico de jerarquías supremas, sino que deben estar estrechamente coordinadas con la coherencia teórica, con la conciencia política de los militantes, con las tradiciones de desarrollo del movimiento, y deben permear la organización de modo que ésta esté preparada preventivamente y pueda prever cuáles serán las reacciones de la estructura unitaria del partido en las vicisitudes favorables y desfavorables de la marcha de la lucha. Pretender algo más, o distinto, del partido, y creer que éste no se desmorone con imprevistos golpes tácticos de timón, no equivale a tener un concepto más completo y revolucionario, sino claramente, como demuestran las confrontaciones históricas concretas, constituye el clásico proceso definido con el término de oportunismo, por el que el partido revolucionario, o se disuelve y naufraga en la influencia derrotista de la política burguesa, o se queda más fácilmente al descubierto y desarmado frente a las iniciativas de represión.

Cuando el grado de desarrollo de la sociedad y la marcha de los acontecimientos conducen al proletariado a servir fines que no son suyos, consistentes en las falsas revoluciones de las que la burguesía muestra sentir necesidad de cuando en cuando, es el oportunismo el que vence, el partido de clase entra en crisis, su dirección pasa bajo influencias burguesas, y la reanudación del camino proletario no puede tener lugar más que con la escisión de los viejos partidos, la formación de nuevos núcleos y la reconstrucción nacional e internacional de la organización política proletaria.

En conclusión, la táctica que aplicará el partido proletario internacional llegando a su reconstitución en todos los países, deberá basarse en las siguientes directrices.

De las experiencias prácticas de las crisis oportunistas y de las luchas dirigidas por los grupos marxistas de izquierda contra los revisionismos de la Segunda Internacional y contra la progresiva desviación de la Tercera Internacional, se ha extraído el resultado de que no es posible mantener íntegro el planteamiento programático, la tradición política y la solidez organizativa del partido, si éste aplica una táctica que, incluso solamente para las posiciones formales, trae consigo actitudes y consignas aceptables por los movimientos políticos oportunistas.

De igual forma, toda incertidumbre y tolerancia ideológica tiene su reflejo en una táctica y en una acción oportunista.

El partido, por lo tanto, se contradistingue de todos los demás -de los abiertamente enemigos o sedicentemente afines, como también de los que pretenden reclutar sus seguidores en las filas de la clase obrera-, ya que su praxis política rechaza las maniobras, las combinaciones, las alianzas, los bloques que tradicionalmente se forman sobre la base de postulados y consignas de agitación contingentes y comunes a varios partidos.

Esta posición del partido tiene un valor esencialmente histórico, y lo distingue en el terreno táctico de cualquier otro, tal y como lo distingue su original visión del período que actualmente atraviesa la sociedad capitalista.

El partido revolucionario de clase es el único que considera que los postulados económicos, sociales y políticos del liberalismo y de la democracia son anti-históricos, ilusorios y reaccionarios, y que el mundo está en un punto en el que en los grandes países la estructuración liberal desaparece y cede el puesto al sistema fascista más moderno.

Sin embargo, en el período en el que la clase capitalista no había iniciado aún su ciclo liberal, debiendo derrocar todavía al viejo poder feudal, o también en aquellos países importantes donde debía recorrer etapas y fases notables de su expansión, aún liberal en los procesos económicos y democrática en la función estatal, era comprensible y admisible una alianza transitoria de los comunistas con los partidos que, en un primer caso, eran abiertamente revolucionarios, anti-legalitarios y estaban organizados para la lucha armada, y en un segundo caso asumían todavía una tarea que aseguraba condiciones útiles y realmente "progresivas" para que el régimen capitalista apresurase el ciclo que debe conducir a su caída.

El pasaje de la táctica comunista entre estas dos épocas históricas no puede ser desmenuzado en una casuística local y nacional, ni desperdigarse en el análisis de las complejas incertidumbres que indudablemente presenta el ciclo del devenir capitalista, sin desembocar en la praxis rechazada por Lenin en Un paso adelante y dos atrás.

La política del partido proletario es ante todo internacional (y esto lo distingue de todos los demás), ya desde la primera enunciación de su programa y desde la primera presentación de la exigencia histórica de su organización efectiva. Como dice el Manifiesto, los comunistas apoyan por doquier todo movimiento revolucionario que esté dirigido contra el estado de cosas actual, político y social, poniendo de relieve y haciendo valer, junto a la cuestión de la propiedad, los intereses comunes de todo el proletariado, que son independientes de la nacionalidad.

Y la concepción de la estrategia revolucionaria comunista, en tanto que no estaba corrompida por el estalinismo, es que la táctica internacional de los comunistas se inspira con el objetivo de determinar la ruptura del frente burgués en el país en el que aparezcan las mayores posibilidades, dirigiendo hacia este fin todos los recursos del movimiento.

Consecuentemente, la táctica de las alianzas insurreccionales contra los viejos regímenes se cierra históricamente con el gran acontecimiento de la revolución en Rusia, que eliminó el último e imponente aparato estatal-militar con carácter no capitalista.

Después de tal fase, la posibilidad incluso teórica de la táctica de los bloques debe considerarse denunciada formal y centralmente por el movimiento internacional revolucionario.

La excesiva importancia dada, en los primeros años de vida de la Tercera Internacional, a la aplicación de las posiciones tácticas rusas en los países con un régimen burgués estable, y también en los extraeuropeos y coloniales, fue la primera manifestación de la reaparición del peligro revisionista.

La característica de la segunda guerra imperialista y de sus consecuencias ya evidentes, es la influencia segura en cualquier rincón del mundo, incluso en el más atrasado dentro de los tipos de sociedades indígenas, no tanto de las prepotentes formas económicas capitalistas, como del inexorable control político y militar por parte de los grandes centros imperiales del capitalismo; y por ahora, de su gigantesca coalición, que incluye al Estado ruso.

Consecuentemente, las tácticas locales no pueden ser más que aspectos de la estrategia general revolucionaria, cuya primera tarea es la restauración de la claridad programática del partido proletario mundial, seguido del retejido de su red organizativa en cada país.

Esta lucha se lleva a cabo dentro de un marco de influencia máxima de los engaños y de las seducciones del oportunismo, que se resumen ideológicamente en la propaganda de la reconquista de la libertad contra el fascismo y, con una inmediata adherencia, en la práctica política de las coaliciones, de los bloques, de las fusiones y de las reivindicaciones ilusorias presentadas por la colusión de las jerarquías de innumerables partidos, grupos y movimientos.

Sólo de un modo será posible que las masas proletarias comprendan la exigencia de la reconstrucción del partido revolucionario, distinto sustancialmente de todos los demás, y es proclamando -no como una contingente reacción a las saturnales oportunistas y a las acrobacias de las combinaciones de los politicastros, sino como una directriz fundamental y central- el repudio históricamente irrevocable de la práctica de los acuerdos entre partidos.

Ninguno de los movimientos, en los que participa el partido, debe estar dirigido por un supra-partido u órgano superior y que esté por encima de un grupo de partidos afiliados, ni siquiera en fases transitorias.

En la moderna fase histórica de la política mundial, las masas proletarias podrán movilizarse de nuevo de forma revolucionaria sólo llevando a cabo su unidad de clase en la acción de un partido único y compacto en la teoría, en la acción, en la preparación del ataque insurreccional y en la gestión del poder.

Tal solución histórica debe presentarse en cada manifestación del partido, incluso limitada, ante las masas, como la única alternativa posible contra la consolidación internacional del dominio económico y político de la burguesía y de su capacidad -no definitiva, pero aún hoy enorme- de controlar formidablemente los contrastes y las convulsiones que amenazan la existencia de su régimen.

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“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”

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