Imprimir

versión en pdf

SIGUIENDO EL HILO DEL TIEMPO

XXXI

MOVIMIENTO SOCIAL Y LUCHA POLÍTICA

(Battaglia Comunista, nº 43 del 16-23 de noviembre de 1949)

Traducido por Partido Comunista Internacional

“El Comunista” / “Per il Comunismo” / “The Internationalist Proletarian”

 


AYER

¡No digáis que el movimiento social no es movimiento político! Grita Marx desde los primeros escritos que exponen el método del comunismo crítico ya plenamente formado. Y añade, en diez pasajes, con las mismas palabras, la tesis que puso patas arriba todo un pasado y minó los cimientos de un mundo: toda lucha de clase es lucha política. El precedente teorema de que la historia de la sociedad es la historia de las luchas de clase puede ser aceptado por cuidadosos analistas científicos de la sociedad capitalista como los Sombart y compañía; la tesis sucesiva de la lucha política en el sentido marxista de lucha por el poder, lucha con la fuerza física y con las armas, no es aceptable más que por los revolucionarios.

No estamos todavía en el grito de batalla, en los tremendos sarcasmos, en las excomuniones inexorables, es casi una advertencia, una invocación: ¡no digáis que el movimiento social no es movimiento político! Se trata del punto crucial para las controversias y los choques de la época, y sin embargo este punto es hoy todavía actual.

En el fuego de las recientes revoluciones burguesas que con su propaganda indudablemente poderosa y arrastradora de vastas masas han puesto en evidencia las reivindicaciones políticas, los derechos del ciudadano, las libertades jurídicas, presentándose como movimiento igualitario y universal, se ha planteado en toda su importancia la “cuestión social”. Está bien pensar, hablar, asociarse, escribir, votar, pero los hombres tienen otros problemas relativos a sus relaciones materiales y económicas de vida.

La posición de los muchos grandes hombres, y de los no menos numerosos intrigantes políticos que desde entonces obran para servir a los nuevos poderosos, consiste, breviter[1], en decir: hagamos estado de las más nobles conquistas, de los principios inmortales, de las garantías supremas de la revolución liberal, reconozcamos que en el orden moral, jurídico, filosófico, político, todo está hecho, y está construida una definitiva civilización; pasemos a un campo aparte, distinto de aquel, de un grado algo inferior, menos iridiscente desde el punto de vista de los ideales y de los ejercicios literarios, y tratemos de dar solución a las exigencias de naturaleza económica, a los problemas sociales de la organización productiva.

Esta posición falsa e insidiosa contenía desde entonces las premisas de la defensa del orden capitalista y del privilegio burgués que desde hace cien años resiste a los asaltos de las vanguardias revolucionarias de la clase obrera; y ha estado desde entonces y en repetidos ciclos cocinada en innumerables salsas. Con ella la burguesía y su personal de servicio propagandístico ya mostraban descender de nivel respecto a los regímenes feudales monárquicos caídos, los cuales tenían notables precedentes en materia de política económica y de medidas sociales, tanto que los primeros humanitarios y utopistas de la cuestión social confiaban las soluciones ideadas para remediar las injusticias económicas y distributivas a la buena voluntad y a la iniciativa de los poderosos. Toda una corriente de ellos consideraba a la misma revolución política liberal superflua a estos efectos de justicia social, otra no menos vasta aceptaba y exaltaba las conquistas democráticas y las convertía en la sagrada atmósfera intangible, el ambiente ideal del reformismo social.

La nueva original y radicalmente distinta concepción marxista abole y entierra la estúpida distinción de los filántropos sociales. Comienza por demostrar que el propio movimiento político liberal nació en el terreno de una lucha social entre clases económicas y no en el reino de las ideas y sobre las páginas de las Enciclopedias, que sus postulados y ordenamientos políticos corresponden al optimum de condiciones para la victoria y la conservación de la dominación de la clase capitalista. Deduce de ello que toda modificación al sistema social que la burguesía ha instaurado no puede surgir más que de una nueva lucha política, de una contienda sucesiva por el poder, y que ésta no puede sino estar precedida por la batalla crítica de una nueva doctrina revolucionaria contra los fundamentos del sistema moderno, en economía, en sociología, en política; incluso en filosofía en el nuevo sentido.

La burguesía nace en un proceso grandiosamente revolucionario.

Para ella y contra el antiguo régimen, era cierto que no hay revolución de clase sin partido revolucionario, y que no hay partido revolucionario sin teoría revolucionaria.

Lo mismo será verdad contra ella.

Así como ella no encontró en su fase de crítica nada bueno, verdadero o correcto en las doctrinas del medioevo y pudo vencer porque las atacó de raíz, y antes de convertirse en una clase de reposadas y timoratas sanguijuelas cantó "decapitaron Immanuel Kant, a Dios; Maximiliano Robespierre, al rey", así la nueva clase revolucionaria, el proletariado, no hace injertos y derivaciones de los viejos principios, sino que pasa a socavarlos desde sus cimientos.

La Carmagnola[2] se cantaba en 1789 con el estribillo "ça ira, ça ira, ça ira, les aristocrates à la Lanterne"[3], pero se cantó en el 1871 con el verso cambiado "tous les bourgeois à la Lanterne"[4].

La burguesía hizo política con la Farola y la Viuda, pero propagandeó que en el futuro se iba a hacer, después de sus conquistas regadas de sangre, sólo con la papeleta.

El estudio de la dialéctica histórica, precisamente llevada al marco del análisis económico y de la cuestión social, encuentra como solución la Farola también para ella.

La insidia de poner la cuestión social “fuera de la política” ha obstaculizado siempre el camino de la revolución obrera, y el marxismo está en batalla contra esa insidia desde sus inicios.

En Alemania los lassellanos, frente al robusto poder policial del imperio bismarckiano, en lugar de entender que el andamiaje opresivo del Estado hubiese tenido la misma función en defensa del prorrumpiente capitalismo industrial con el fin de sojuzgar a la clase obrera, coquetearon con la tesis de arrinconar el escabroso choque político y entregarse al trabajo social en sindicatos económicos y en cooperativas de producción, repitiendo las desviaciones de Proudhon y del socialismo "burgués". Este (Manifiesto) “intenta apartar a los obreros de todo movimiento revolucionario, demostrándoles que no es tal o cual cambio político el que podrá beneficiarles, sino solamente una transformación de las condiciones materiales de vida, de las relaciones económicas. Pero, por transformación de las condiciones materiales de vida, este socialismo no entiende, en modo alguno, la abolición de las relaciones de producción burguesas —lo cual no es posible más que por vía revolucionaria—, sino únicamente reformas administrativas realizadas sobre la base de las mismas relaciones de producción burguesas, y que, por tanto, no afectan a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado”.

A gran distancia el sindicalismo soreliano francés y español, e incluso el italiano, que pareció caracterizado contra el reformismo parlamentario de la época por la reivindicación del uso de la violencia y de la posición antiestatal, repitió la desviación de perder, en aras de un programa puramente económico, la visión de la lucha política por el poder y de la función del partido de clase.

Después de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo en Italia, errores análogos caracterizaron el movimiento por los “consejos de fábrica”, órganos sociales que se consideraban automáticamente revolucionarios, capaces de dar una organización distinta a la producción incluso antes y sin que el partido de clase hubiera guiado al proletariado para atacar y derrocar al Estado.

Este movimiento, aunque aferrado por la sugestión de la revolución rusa, se resintió de su propio origen: todos los movimientos similares desembocan históricamente en la praxis aliancista y de bloques. El mismo nombre del periódico, ORDINE NUOVO[5], reflejaba la idea incompleta de que los trabajadores en la fábrica trabajasen para construir un orden productivo nuevo, mientras el problema central era para Marx y sigue siendo el de la FUERZA NUEVA, el PODER NUEVO, premisa del difícil camino hacia la nueva sociedad.

En Rusia una desviación contra la que los bolcheviques lucharon violentamente fue la de los economicistas, que precisamente querían situar las reivindicaciones obreras fuera del problema del poder. El cual era entonces el del derrocamiento del zarismo, deseado por los partidos burgueses, y de la marcha sucesiva de la lucha susceptible de derrocar también a la burguesía. Al final del desarrollo todos los falsos revolucionarios derivados del tronco economicista y todos los traidores al marxismo se encontraron en bloque contra el partido de la revolución y de la dictadura proletaria.

Un pilar de la construcción marxista es, pues, el de la base económico-social de las luchas políticas y del necesario carácter político de la lucha contra las condiciones sociales propias del orden capitalista.

En 1848 no había mucho peligro de que, diciendo lucha política para decir lucha revolucionaria, alguien entendiera o fingiese entender lucha electoral, pacífica y legalitaria. Precisamente porque las revoluciones burguesas o eran recientes o estaban todavía a la orden del día, parecía claro que las reivindicaciones políticas se defienden con la guerra civil.

La tesis del sub-marxismo y del oportunismo no se escribía todavía, como en el período de capitalismo "pacífico" en los términos: lucha de clase, lucha por los intereses obreros, pero con el medio de la democracia, del sufragio universal, de los partidos legalitarios y parlamentarios.

Se la escribía precisamente en estos otros términos: acción para el mejoramiento social de las condiciones de los trabajadores fuera de las cuestiones del poder político.

Pero la conclusión que se derivaba en los dos momentos históricos era la misma: renunciar a la lucha por abatir el poder constituido del Estado y demoler su máquina.

Solo recientemente se ha oído hablar de “partidos obreros” que usan medios legales y descartan la revolución con medios violentos. Entonces se hablaba sólo de acción para elevar las condiciones de los obreros con medidas sociales, pero no por medio de acciones de partido, y mucho menos de partidos formados por los obreros mismos.

Es con la visión de esta diversidad que se debe considerar la evolución de la tarea del partido de clase y la táctica de éste en materia de acuerdos y de alianzas.

En la época del Manifiesto era muy importante demostrar que a la falta de medios de los asalariados debían oponerse "determinísticamente" los asalariados mismos, y no ideólogos y filántropos, de forma progresivamente cada vez menos inconsciente. Era importante demostrar que por sí mismo "el movimiento social se convertía en un movimiento político". El mero hecho de que para reivindicar intereses del asalariado industrial se formase un movimiento de naturaleza política, era un hecho revolucionario, y encontraba en su contra a todo el aparato de la legalidad y a todos los estratos de la clase burguesa. Hablar de partido de la clase obrera equivalía en aquella época de la burguesía naciente e incendiaria, a haber blasfemado y desgarrado ya todas las tesis jurídicas y políticas liberales.

Estos primeros movimientos que se definen políticos no tienen una orientación marxista y una teoría clara, pero son en sí mismos una prueba histórica de la exactitud de las conclusiones marxistas, elevadas por primera vez en el Manifiesto de 1848 como base de una organización política. Por eso Marx los aprecia, no los condena, dice que los comunistas no se diferencian de los otros partidos obreros, porque en aquel entonces era impensable un partido obrero legalista y filoburgués.

Con su propia existencia estos primeros partidos proletarios laceran el límite oportunista de la cuestión social tratada como cuestión puramente económica, y amenazan a la burguesía que se lanza contra ellos con todas sus fuerzas. Por ejemplo, el movimiento cartista en Inglaterra nace como un partido de democracia radical y de reformas, pero pronto se convierte en un movimiento obrero de rebelión armada: la burguesía inglesa del liberalismo secular lo puso inmediatamente fuera de la ley y lo aplastó en una feroz represión.

Tal partido no podía todavía poseer una teoría comunista clara, pero éste lucha en la práctica en la dirección prevista por la teoría. El proletariado en Europa no está más que embrionariamente desarrollado, y hace sólo su primera declaración constitutiva de un partido con sólida base teórica.

Afirmado que los trabajadores, una vez encaminados a formar un movimiento político, se verán ante el recorrido que conduce a su dictadura de clase, Marx establece desde el primer momento que contra ellos se alzarán todas las fuerzas coaligadas de la burguesía en el momento decisivo.

Pero, entretanto, el fracaso del partido cartista, con sus jefes en la cárcel y su organización deshecha (¿Tomó Sir Mosley lecciones de fascismo aquí en Italia, o en la gloriosa cuna del liberalismo?), había hecho flaquear la confianza de la clase obrera inglesa en sí misma. Poco después, la insurrección parisiense de junio y su sangrienta represión hizo que se uniesen en un bloque, lo mismo en Inglaterra que en el continente, bajo el grito común de salvación de la propiedad, la religión, la sociedad y la familia, todas las fracciones de las clases gobernantes, terratenientes y capitalistas, tenderos y lobos de la Bolsa, proteccionistas y librecambistas, gobierno y oposición, clérigos y librepensadores, viejas monjas y jóvenes prostitutas. Y su grito de guerra fue: salvemos la caja, la propiedad, la religión, la familia y la sociedad”. (El Capital, I, VIII, 6).

HOY

El oportunismo de la primera forma quería mantener a los obreros alejados de la política.

El de la segunda forma, época de la socialdemocracia y de la guerra de 1914-18 reivindicó para la clase obrera una función y organización política, pero pretendió que no sirviera para despedazar el sistema estatal burgués, sino como reserva de las exigencias políticas de la propia burguesía: oposición a pretendidos retornos feudales, guerras nacionales, difusión del capitalismo en los países “atrasados”, funciones que debían ser todas absorbidas en los encuadramientos oficiales y legales del sistema burgués, para que éste tuviese tiempo de “evolucionar”.

La tercera forma de oportunismo, el de la reciente guerra mundial, tomó la fuerza política obrera y la puso una vez más al servicio de la defensa de los principios democráticos y liberales burgueses contra la pretendida amenaza del nuevo absolutismo fascista, que era por el contrario la viejísima dictadura de clase del capital. Éste también admitió que el proletariado luchara en el terreno político y pretendió que además de los medios legales y oficiales, del reclutamiento en los ejércitos regulares, se añadiese la acción partisana en formaciones irregulares para la lucha en el interior del territorio del país enemigo de los “aliados”, evolucionados y “progresistas”.

En todas estas fases la clase obrera nunca fue aliada de sí misma: la inercia, la lucha legal o la lucha ilegal le fueron impuestas como medio para los fines de sus enemigos. Todo acabó siempre en la decepción y en la servitud remachada.

Quizás en la cuarta fase, de una tercera guerra, se andará todavía, y no sólo desde uno de los dos lados, una entrada en lucha de los obreros, siempre por la salvación de los principios civiles e incluso revolucionarios.

Y quizás la cuarta vez la clase obrera mundial, volviendo a la vía maestra, verá a tiempo la solidaridad de clase de los dos adversarios contra ella, y responderá con Marx, que el proletariado tiene una función política, y ésta es función revolucionaria, añadiendo con las palabras de Lenin que, incluso si existieran todavía en circulación revoluciones ajenas, “la revolución debe servir al proletariado, y no el proletariado a la revolución”. Y para aliados del este o del oeste, con o sin uniforme, finalmente no marchará.

[1] Brevemente en latín

[2] Carmagnole en francés. Canción popular de la revolución francesa.

[3] “Todo irá bien. Los aristócratas a la farola”. À la Lanterne (a la Farola, en francés) fue una expresión que se extendió durante la Revolución Francesa en París para referirse a una ejecución sumaria por colgamiento de una farola, que se ejerció con numerosos aristócratas.

[4] “Todos los burgueses a la farola”.

[5] Orden Nuevo en italiano.

Anterior hilo del tiempo>>

Siguiente hilo del tiempo>>